SEGUNDO ARGUMENTO.
Todo el poder de la Iglesia procede de la morada del Espíritu; por lo que aquellos en quienes habita el Espíritu son la sede del poder de la Iglesia. Pero el Espíritu habita en la Iglesia entera, y por lo tanto la Iglesia entera es la sede del poder de la Iglesia.
El primer miembro de este silogismo no se discute. La base sobre la que los romanistas sostienen que el poder reside en los obispos en la Iglesia, con exclusión del pueblo, es que mantienen que el Espíritu fue prometido y dado a los obispos como clase. Cuando Cristo sopló sobre los discípulos, y dijo: “Recibid el Espíritu Santo; aquellos a quienes les remitáis los pecados, les serán remitidos; y aquellos cuyos pecados retengáis les serán retenidos”; y cuando dijo: “cualquier cosa que atéis en la tierra quedará atada en los cielos, Y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo,” y cuando agregó: “El que a vosotros oye, me oye a mí” y “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de el mundo “, ellos sostienen que les dio el Espíritu Santo a los apóstoles y a sus sucesores en el apostolado, para continuar hasta el fin del mundo, para guiarlos en el conocimiento de la verdad, y para constituirlos como la autoridad y profesores y gobernantes de la Iglesia.
Si esto es cierto, entonces, por supuesto, todo el poder de la Iglesia reside en estos apóstoles-obispos. Pero por otra parte, si bien es cierto que el Espíritu habita en la Iglesia entera; si Él conduce al pueblo, así como al clero en el conocimiento de la verdad; si anima a todo el cuerpo, y lo convierte en el representante de Cristo en la tierra de manera que los que escuchan la Iglesia, escuchan a Cristo, y que lo que la Iglesia une en la tierra es atado en el cielo, entonces, por supuesto, el poder de la Iglesia reside en la Iglesia misma, y no exclusivamente en el clero [3].
Si hay algo claro de todo el tenor del Nuevo Testamento, y de innumerables declaraciones explícitas de la Palabra de Dios, es que el Espíritu habita en el cuerpo de Cristo, que guía a todo su pueblo en el conocimiento de la verdad, para que cada creyente sea enseñado por Dios, y tenga el testimonio en sí mismo, y no tenga necesidad alguna de que le enseñen, sino que la unción que permanece en él, le enseña todas las cosas. Es, por tanto, la enseñanza de la Iglesia, y no del clero exclusivamente, lo que es ministerialmente la enseñanza del Espíritu, y el juicio del Espíritu. Se trata de una doctrina gravemente anticristiana la que afirma que el Espíritu de Dios, y por lo tanto la vida y el poder de gobierno de la Iglesia, reside en el ministerio con exclusión de las personas.
Cuando la gran promesa del Espíritu se cumplió en el día de Pentecostés, no se cumplió en referencia a los apóstoles solamente. Es de toda la asamblea de la que se dijo, “Ellos fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen.” Pablo, escribiendo a los Romanos, dice, “siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y cada uno de sus miembros unos de otros. Habiendo, pues, diferentes dones, según la gracia dada a nosotros, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; el que ministra, en ministrar, el que enseña, en la enseñanza.” A los Corintios, dice: “A cada uno le es dada una manifestación del Espíritu para provecho. A uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría, a otro, palabra de conocimiento por el mismo Espíritu”. A los Efesios dice: “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, pero a todos le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.” Ésta es la presentación uniforme de las Escrituras. El Espíritu habita en toda la Iglesia, anima, guía e instruye a la totalidad. Si, por lo tanto, es cierto, como todos admiten, que el poder de la Iglesia viene con el Espíritu, y procede de su presencia, no puede limitarse exclusivamente al clero.
EL TERCER ARGUMENTO sobre este asunto se deriva de la comisión dada por Cristo a su Iglesia: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura, y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”.
Esta comisión impone cierta obligación; transmite ciertos poderes; e incluye una gran promesa. El deber es difundir y mantener el Evangelio en toda su pureza en toda la tierra. Los poderes son los necesarios para el cumplimiento de dicho objeto, es decir, el poder de enseñar, gobernar y ejercer la disciplina. Y la promesa es la seguridad de la presencia y ayuda permanentes de Cristo y la asistencia. Dado que ni el deber de extender y sostener el evangelio en su pureza ni la promesa de la presencia de Cristo son peculiares a los apóstoles como clase, o al clero como cuerpo, sino que como el deber y la promesa pertenecen a la Iglesia entera, así también por necesidad ocurre con los poderes de cuya posesión se basa la obligación. El mandamiento “Id, enseñad a todas las naciones”, “id, predicad el evangelio a toda criatura”, cae a oídos de toda la Iglesia. Se despierta una emoción en cada corazón. Todo cristiano siente que la orden se dirige a un cuerpo del que es miembro, y que tiene una obligación personal para cumplirlo. No era solamente el ministerio al que se dio esta comisión, y por lo tanto no es sólo a ellos a los que pertenecen las competencias que se transmiten.
El derecho del pueblo a una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia es reconocido y sancionado por los apóstoles en casi todas las formas imaginables. Cuando se consideró necesario completar el Colegio de los Apóstoles, después de la apostasía de Judas, Pedro, dirigiéndose a los discípulos, siendo el número ciento veinte, dijo: “Varones hermanos, de estos hombres que han estado juntos con nosotros, todo el tiempo en el que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue tomado de nosotros, uno tiene que ser ordenado para ser un testigo con nosotros de su resurrección. Y se nombraron a dos, a José, llamado Barsabas, que tenía por sobrenombre Justo, y a Matías. Y se oró y se echaron suertes, y la suerte cayó sobre Matías, y fue contado con los apóstoles.
” Así, en esta etapa inicial tan importante, el pueblo tuvo una voz decisiva. Así también, cuando los diáconos debían ser nombrados, todo el pueblo eligió a los siete hombres que iban a ser investidos con el oficio. Cuando se planteó la cuestión de la obligación de mantenimiento de la ley mosaica, la decisión autoritativa procedía de toda la Iglesia. “Les pareció bien”, dice el historiador sagrado “a los apóstoles y presbíteros, con toda la Iglesia, enviar hombres elegidos de su propia compañía a Antioquia.” Y ellos escribieron cartas por ellos de esta manera: “Los apóstoles, ancianos y hermanos, envían saludos a los hermanos que son de los gentiles en Antioquía, Siria y Cilicia.” Los hermanos, por lo tanto, estaban asociados con el ministerio en la decisión de esta gran cuestión doctrinal y práctica. La mayoría de las cartas apostólicas se dirigen a las iglesias, es decir, a los santos o creyentes de Corinto, Éfeso, Galacia, y Filipos. En estas epístolas, el pueblo es considerado responsable de la ortodoxia de sus profesores y de la pureza de los miembros de la iglesia.
Están obligados a no creer a todo espíritu, sino probar los espíritus, para juzgar sobre la cuestión de si aquellos que vinieron a ellos como maestros religiosos fueron realmente enviados de Dios. Los gálatas son severamente censurados por atender a las falsas doctrinas, y están llamados a pronunciar incluso anatema al apóstol, si él predicaba otro evangelio. Los corintios son censurados por permitir que una persona incestuosa permanezca en su comunión, se les manda excomulgarlo, y, posteriormente, tras su arrepentimiento, restaurarlo a la comunión. Estos y otros casos de este tipo no determinan nada en cuanto a la forma en que se ejerce el poder del pueblo, pero demuestran de manera concluyente que tal poder existe. El mandamiento a que vigilen la ortodoxia de los ministros y la pureza de los miembros, no estaba dirigido exclusivamente al clero, sino a toda la Iglesia. Creemos que, como en la sinagoga y en cada sociedad bien ordenada, los poderes inherentes a la sociedad se ejercen a través de los órganos apropiados. Pero el hecho de que estos mandamientos se dirijan al pueblo, o a toda la Iglesia, prueba que ellos eran responsables, y que tenían una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia. Sería absurdo en otras naciones dirigir quejas o exhortaciones al pueblo de Rusia en referencia a los asuntos nacionales, puesto que éste no tiene parte en el gobierno de su nación. Sería no menos absurdo dirigirse a los católicos-romanos como un organismo autónomo.
Pero tales interpelaciones bien pueden ser hechas por el pueblo de uno de nuestros Estados al pueblo de otro, porque el pueblo tiene el poder, aunque se ejerza a través de los órganos legítimos. Mientras que las epístolas de los apóstoles no prueban que las iglesias a las que fueron dirigidas no tuvieran oficiales regulares a través de los cuales el poder de la Iglesia se había de ejercer, ellas demuestran sobradamente que dicho poder reside en el pueblo; que tenían un derecho y estaban obligados a participar en el gobierno de la Iglesia, y en la preservación de su pureza.
Fue sólo gradualmente, a través del paso del tiempo, que el poder que pertenece de esta manera al pueblo fue absorbido por el clero. El progreso de esta absorción seguía el ritmo de la corrupción de la Iglesia, hasta que el dominio de toda la jerarquía fue finalmente establecido. El primer gran principio, pues, del presbiterianismo es la reafirmación de la doctrina primitiva de la Iglesia, de que el poder pertenece a toda la Iglesia; para que ese poder sea ejercido a través de los oficiales legítimos, y por lo tanto que el oficio de anciano gobernante como representante del pueblo, no es una cuestión de conveniencia, sino un elemento esencial de nuestro sistema, derivado de la naturaleza de la Iglesia, y que descansa sobre la autoridad de Cristo.
Traducido por Jorge Ruiz