Si pesamos el evangelismo moderno en la balanza de las Sagradas Escrituras, será hallado falto; falto de aquello que es vital para una conversión genuina, falto de lo que es esencial si se quiere mostrar a los pecadores su necesidad de un Salvador, falto de aquello que produce vidas transformadas en Jesucristo.
El “evangelismo” de hoy no sólo es superficial hasta el grado máximo, sino defectuoso de raíz. Carece completamente de una base en la que apoyar la llamada a los pecadores para que vengan a Cristo. No sólo existe una lamentable falta de proporciones (la misericordia de Dios se hace mucho más prominente que Su santidad, Su amor mucho más que Su ira), sino que hay una omisión fatal de lo que Dios ha dado con el propósito de impartir un conocimiento del pecado. No sólo hay una reprensible introducción de dichos ingeniosos en clave de humor y de anécdotas para el entretenimiento de los oyentes, sino también una estudiada omisión del oscuro y único telón de fondo sobre el cual puede brillar la luz del Evangelio de manera efectiva.
En el evangelismo del siglo XX, se ha ignorado fatalmente la solemne verdad de la depravación total del hombre. Se ha subestimado completamente el caso y la condición desesperada del pecador. Muy pocos, poquísimos, se han enfrentado al hecho desagradable de que cada uno de los hombres está totalmente corrompido por naturaleza, de que es completamente inconsciente de su propia maldad, ciego e incapaz de hacer nada al respecto, y muerto en delitos y pecados. Y dado que esta es la situación, porque su corazón está lleno de animadversión hacia Dios, se infiere que ningún hombre puede salvarse sin la intervención especial y sobrenatural de Dios.